Tributos!!!!,bueno como dice el título esta es una entrada de historias!,son algunas historias muy buenas(por lo menos para mi no se sí para ustedes)antes de las historias quiero avisar que el plazo del concurso del blog termina el 30 de abril así que apúrense!y si no sabes de que concurso estoy hablando puedes hacer click en la etiqueta de información que esta al costado con las otras etiquetas,ahora sin más rodeos las historias
Esta se llama Botón,Botón de Richard Matheson
El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió la puerta. —¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.
—¿Sí?
—Soy el señor Steward
—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de un truco para vender algo.
—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.
—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete. Le dio la espalda.
—¿No quiere saber lo que es?
Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo. —No, creo que no —contestó ella.
—Podría resultar muy provechoso —le dijo.
—¿Económicamente? —lo cuestionó.
El señor Steward asintió. —Económicamente —dijo.
Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre. —¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.
—No estoy vendiendo nada —respondió él.
Arthur salió de la sala. —¿Pasa algo?
El señor Steward se presentó.
—Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?
—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo pasar?
—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.
El señor Steward negó con la cabeza. —No, no vendo nada.
Arthur miró a Norma. —Como quieras —le dijo ella.
Dudó un poco. —Bueno, ¿por qué no? —dijo él.
Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado. —Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a nuestra oficina.
—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.
—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.
Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.
—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.
El señor Steward pareció sorprendido. —Pero si lo acabo de explicar —dijo.
—¿Es esto una broma de mal gusto?
—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.
—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…
—¿A quién representa? —inquirió Norma.
El señor Steward se notó apenado. —Me temo que no estoy autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.
El señor Steward se levantó. —Por supuesto.
—Y llévese la unidad con usted.
—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?
Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.
—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba cerca de la puerta.
Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre la mesa.
Norma permanecía sentada en el sofá. —¿Qué crees que era? —preguntó.
—No me interesa saber —contestó él.
Ella intentó sonreír pero no pudo. —¿No te da ni un poco de curiosidad?
—No —negó con la cabeza.
Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de lavar los platos.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.
Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.
—¿No te intriga?
—Me ofende —dijo Arthur.
—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?
—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la habitación.
—Si lo es, es una broma asquerosa.
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Norma se deslizó bajo las cobijas. —Bueno, yo creo que es intrigante —dijo. Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas noches —le dijo.
—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.
Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.
En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.
Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos en la tarjeta.
Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.
Poco antes de las cinco marcó el número.
—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.
Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.
—Habla la señora Lewis —dijo.
—Sí, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.
—Tengo curiosidad.
—Es natural —dijo el señor Steward.
—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.
—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.
—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?
—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla morir.
—Por 50.000 dólares—dijo Norma.
—Es correcto.
Ella hizo un sonido de burla.
—Eso es una locura.
—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la unidad?
Norma se puso tensa.
—Claro que no —colgó malhumorada.
El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.
Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.
Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.
—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.
Arthur levantó la mirada de su plato. —No te entiendo.
—¿Qué quieres decir?
—Olvídalo —le dijo a ella.
Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor. —Supón que es una oferta real —dijo ella.
Arthur se quedó mirándola.
—Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada. —Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.
—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber aun así ¿no apretarías el botón?
Arthur se quedó mirándola, horrorizado. —¿Quieres decir que tú lo harías?
—Cincuenta mil dólares, Arthur.
—¿Qué tiene que ver la cantidad…
—Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.
—Norma, no.
—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.
—Norma, no —su cara había palidecido.
Ella se encogió de hombros. —Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.
Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:
—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.
Norma levantó los hombros. —Está bien.
Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.
—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise hacerlo, es todo.
—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.
Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte que no soy… —se encogió de hombros.
—¿Que no eres qué?
—Egoísta.
—¿Dije que lo eras?
—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche…
Arthur permaneció callado.
—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me malinterpretaste.
—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.
—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.
—Ah.
—No lo hacía.
—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…
—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?
—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir que…
—¿Qué?
—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.
—Norma, ya lo haremos —dijo él.
—¿Cuándo?
Se quedó mirándola, consternado. —Norma…
—¡¿Cuándo?!
—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?
—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”
Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se levantó y se fue.
Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.
Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».
Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.
Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.
En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».
Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina. —¿Aló?
—¿Señora Lewis?
—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.
Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.
Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble indemnización por…
— ¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.
De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.
Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.
—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.
No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser. —¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!
—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su esposo?
Esta es para todos los tributos Potterhead(o como se llamen)
Aquí VOLDEMORT vs. SNOW
De HardLohve
Coriolanus Snow, así le habían llamado. Con semejante nombre tan cargante, normal que tuviese tanta mala leche por dentro. Claro que el otro, no se quedaba atrás. Para nada. Tom Marvolo Riddle, nada más y nada menos. Menos mal que en ninguno de sus mundos, ni en el mágico ni en el futurista, se utilizaban carnets de identidad porque…, realmente, se cansarían de llevarlo a cuestas, de lo grandes que lo harían para los dos. Y no es que se molestasen en acortarlos, eh, que bah. Para el mago, Coriolanus Snow, siempre seguiría siendo su Coriolanus Snow, nada de Cori, ni Snow, ni mucho menos presi.
Se habían conocido en circunstancias especiales, y tan especiales que eran ambos hombres, debían seguir manteniendo esa exclusividad, por lo que no era de extrañar que ocurriese lo mismo con el capitolino. Para el buen presidente, el majestuoso hombre que tenía al lado era Tom Marvolo Riddle, y así seguiría siendo, por más que él fuese por ahí poniéndose títulos nobiliarios por delante. ¿Qué leches era eso de Lord Voldemort? si uno tenía que ser malo de verdad ¡no necesitaba de seudónimos tontos, sólo tenía que usar su nombre al completo, y en condiciones! hombre ya.
Tras una Aparición efectuada en el cuarto de baño mientras el presi estaba en plena sesión de acicalamiento -entiéndase que estaba pasándose pétalos de rosa por ciertas partes- y por el cual había salido corriendo el Señor Oscuro con las pupilas bastante dilatadas por el miedo, ambos dictadores estaban paseando por el bien cuidado jardín de rosas retocadas de Snow, debatiendo sobre cual de los dos era el más importante o influyente.
-Tú puedes ser todo lo importante que quieras, pero lo cierto es que no lo eres más que yo —presumía el Señor Tenebroso—. ¿Qué has hecho? ¿Cargarte a 23 mocosos por cada cincuenta años que llevas haciendo esos burdos juegos? ¡Bah, eso no es nada! ¡Todo mi mundo mágico me conoce, y con razón, como el hombre/mago más Oscuro/Tenebroso de todos los tiempos! mientras que a ti sólo te reconoce un mísero país.
-Habrás matado a muchas mujeres, hombres y familias enteras, pero aún así ¡desde hace años no puedes con un flacucho mocoso de pacotilla! por lo que sigo ganando yo. —dijo Snow. La rabia hacía que le temblase el oscuro bigote—. Ah, y ahora que lo dices, lo de Señor Oscuro, ¿es por la ropa negra que llevas? ¿Acaso haces luto por la nariz que te falta? ¡Ains, pues te entiendo muy bien, hombre! recuerdo lo mucho que lloré cuando se me cayó el pelo —mientras hablaba, iba tocando la bola de villar que tenía como cabeza—, fueron tiempos difíciles aquellos, sí señor, muy difíciles. —Se quedó con la vista extraviada, como queriendo rescatar aquellos tiempos de los que hablaba. Vaya, era obvio que aún seguía muy perturbado, entonces.
-Por cierto, tienes que decirme el truco que utilizas para estar así de depilado… —deslizó un huesudo dedo por el dorso de la mano de Voldemort, quien ante el insinuoso contacto retiró la mano con brusquedad para disimular lo ruborizado que estaba—, ¡no tienes ni una pelusilla en todo tu cuerpo! ¿Te imaginas lo que darían mis chicos del Capitolio por eso? si me la das —añadió Snow acercándose a su colega de manera confidencial—, te prometo que te ayudaré a librarte de ese gafotas y de sus amigos, que tanto te estorban. ¿Qué, te interesa?
-¿Pretendes que te lo mande a la Arena? ¿Acaso no recuerdas que él tiene magia, y tus esclavos tributos carecen por completo de ella? —se mofó Voldemort mientras seguían caminando a zancadas entre los perfumados rosales, aunque bueno, él, más que andar, se deslizaba por el sendero impregnado de fuertes olores—. Y hablando de tus tributos, recuerda que no eres el más indicado para echarme en cara lo del chico, eh ¿o es que no es la chiquilla, Katniss Everdeen, de la misma edad de Potter?
-No, claro que no —mintió Snow—. Además ¿por qué mandarlos a algunas de mis Arenas, cuando puedes hacer los propios Juegos dentro de los muros del colegio ese…? ¿Cómo dijiste que se llamaba, Hogwarts, verdad?
-¡Ya te he dicho que no es el colegio ese! Es una institución muy poderosa, ¡es el mejor colegio de Magia y Hechicería de toda Gran Bretaña! —la furia, por lo que consideraba él una grave falta de respeto, hacía que sus palabras saliesen en forma de peligrosos siseos—. Además, es el único y verdadero hogar que jamás he conocido. —Esto último lo dijo mirando mustio sus descalzados pies. Pero bueno, como era Quien-vosotros-sabéis, la melancolía por los buenos recuerdos no le duró ni un suspiro mágico, así que se volvió de cara a Snow; puso sus manos en las caderas, en un espeluznante fiel calcado estilo de Molly Weasley, y le espetó:
-Mis mortífagos tienen claras órdenes de matar a todos sus amigos y protegidos…, y si lo pueden hacer estando delante él, mejor que mejor, pero que te conste que ¡Potter es mío y solamente mío! —dio una patada en el suelo, como queriendo recalcar lo dicho. Sin embargo, lo hizo con tan mala suerte que, de pronto, se encontró saltando a la pata coja, sujetándose la pierna magullada por el agudo pinchazo de una rosa. Si de por sí éstas flores ya pinchaban por defecto, ni que decir tiene que las retocadas de Snow no iban a ser menos. A Voldemort le hervía la sangre (conste que no sólo la que se escurría por la abierta herida), tenía los ojos llorosos, la mirada rabiosa y las pálidas mejillas coloreadas. Avanzó hacia Snow, respiración entrecortada y enojo personificado. Pero éste únicamente se limitó a ladear la cabeza y a pasarse la viscosa lengua por los bulbosos labios..., ains, si es que eso le pasaba por ir descalzo. Pero bueno, ¿no quería presumir de pies? Pues bueno, ahí tenía… un canto mojado.
Por supuesto, la letanía de Voldemort no se hizo esperar. Y mientras él seguía soltando improperios, el sr. Snow ya andaba en otros derroteros mentales. Y es que, a pesar de la amistad de varios años, no se acostumbraba a los largos discursos de su amigo. ¿Y todavía se extrañaba del por qué el chico y el viejo siempre encontraban alguna forma de escapar y de frustrar sus planes?... Si actuase antes y más, y hablase menos… aunque bueno, de todas las cosas que le había dicho hasta ahora, la idea de eliminar a sus enemigos con la heroína enfrente, siendo testigo imposibilitado del asesinato de uno de sus aliados, era muy buena…, demasiado buena, ha decir verdad… y ciertamente, bastante tentadora.
... Ninguno de mis hombres puede tocar a Harry Poter, ni siquiera una de sus encantadoras pestañas (salvo que sea para traerlo ante mí) y tú tampoco. ¿Te queda claro?
Dale y dale a hablar de Potter. Mucho ¡yo lo mato, yo lo mato! y a la hora de la verdad, tuvo que ser él quien, entrando en el destrozado salón como un vil ladrón, le sacase en aúpa, como un lloriqueante bebé, de las ruinas de la casa de los Potter.
...—Si Potter va a ser torturado o enfrentado con otros, será cómo y cuando yo lo decida.
Sí, definitivamente iba a mandar a un par de Agentes de la Paz a que hiciesen unas cuantas magulladuras a la delicada carita del estilista ese, con Everdeen mirando inmovilizada. Ciertamente era una lástima mandar a hacerle eso, porque el tipo era un buen partido para sus planes presidenciales a futuro, pero se merecía la paliza. Había sido Cinna quien empezó con esa locura de Chica en llamas, por lo que debía ser él el primero en pagar el caos que esa idea suya estaba provocando en Panem.
...—Derramaré la sangre de Harry Potter gracias al gran poder de la Varita de Saúco…, aunque oye —dijo Voldemort apoyando amistosamente la mano sobre el hombro de Snow—, eso sí que puedo compartirla contigo; ya sabes, para ayudarte a curtir ese mortal aliento sanguíneo que tienes. Y es que te confieso, Coriolanus Snow, que desde que dejé de tomar la sangre de los unicornios, a mi estómago ya no le sienta bien digerir los leucocitos ajenos. ¿Qué te parece?
Estaba decidido. Iba a ordenar que lo hiciesen en el momento justo antes de salir al estadio... ¡Un momento, un momento, un momento! ¿Éste tío se acababa de meter con su aliento? ¡Pero que cruel era! sabía lo mucho que a él le había afectado la aparición de las yagas en la boca. Ah no, por eso sí que no estaba dispuesto a pasar.
-¡Mira quien va a hablar de mi aliento! —Chilló un desquiciado Snow—. Tú te aficionaste a los apestosos ajos desde que empezaste con la tontería esa de esconderte bajo el turbante de Quirell, ¡y yo nunca te he dicho nada! Te has pasado, Tom Marvolo Riddle, te has pasado.
-Bueno, bueno, tranquilo ¿de acuerdo? Se apresuró a decir Voldemort, ante los empañados ojos de Snow; desde niño nunca le habían gustado los llantos, y ahora, con setenta y tantos que tenía, y un estrés de mil demonios que llevaba encima, no quería oír ni un mínimo balbuceo—. ¿Qué tal si te lo recompenso con la creación de un nuevo muto? di ¿qué quieres esta vez? ¿Monos, tigres o cualquier otro tipo de animal entrenado para matar? ¿Otra tanda de charlajos? ¿Molestosos dementores escondidos tras una perseguidora niebla? ¡Di algo, hombre, lo que sea, pero deja de llorar!
Estaba desquiciado. No sabía qué hacer. Si fuese cualquier otra persona, un silencioso "Avada kedavra habría finiquitado el asunto. Pero era Coriolanus ¡por Salazar, era su Coriolanus Snow! el tipo que, desde su ingreso en el orfanato había estado con él en todos sus mejores y peores momentos: mientras ambos aprendían a andar, a escribir, a asustar a los demás; juntos por la noche, cuando uno estaba de vientre y el otro sufriendo los sudores del estreñimiento; o mientras uno repartía su alma de forma generosa y el otro escalaba puestos en la Presidencia de Panem; incluso en verano, cuando le ofrecía a sus tributos vencedores para que practicase con ellos nuevos maleficios ilegales.
No, definitivamente no quería lastimarle, pero como siguiese echado en el suelo, pataleando, su varita empezaría a actuar por sí sola, sin necesidad de ordenarle nada, colega de hazañas o no.
De pronto, Voldemort fue consciente de lo que aullaba Coriolanus entre un berrido y el otro:
—¡Te voy a matar, te voy a matar!
Voldemort soltó una aguda risita estridente. ¿Un llorica, que había querido jugar a ser químico de venenos, pretendía acabar con el hombre más poderoso y temible de todos los tiempos? ¡Eso sí que era bueno! por cosas así, se dijo, eran por lo que valía la pena tener a Coriolanus Snow a su lado. Aunque claro, toda amenaza tenía su excepción.
-Como no te dejes de niñeces, yo sí que te voy a matar a ti —le espetó Voldemort. Ya no sonreía en absoluto. Sus rojizos ojos estaban reducidos a simples rendijas que se clavaban en el presidente como punzantes dagas.
Snow se dio cuenta del cambio, por supuesto, y aunque terminó de gemir, no dejó de exigir unas disculpas porque era él, Coriolanus Snow, y a Snow nadie le daba órdenes... mucho menos un encantador de serpientes que parecía querer un rostro igual a los reptiles con los que tanto charlaba.
-Si me prometes que me darás todos esos bichos que me has ofrecido—le dijo, sabiendo lo poco que a Voldemort le gustaba que le llorasen cerca. Obviamente, el mago hizo un gesto de asentimiento, y Snow se levantó, no sin antes añadir—. Y la próxima vez que me amenaces, te mato.
-No puedes matarme, entérate de una vez. Soy un mago. Tengo magia. Y si quiero, puedo entrar y matarte en tus sueños y hacer contigo lo que me plazca. —Eso último no era cierto, por supuesto, pero a ojos de Voldemort, Snow no tendría por qué conocer aquel detalle.
-Por esa regla de tres, entérate tú también que tampoco podrías matarme… ¡soy muy florido! ¡Amo las flores! y sé muy bien que el amor es el único instrumento que te puede frenar los pies. —Mientras hablaba, esbozando una pedante sonrisa con sus hinchados labios, iba acariciando la hermosa rosa, culpable de la ligera cojera de Voldemort que, al contacto de los regordetes dedos de su cuidador, doblaban dócilmente sus pétalos, a modo de saludo y reconocimiento. Claro que el hombre se olvidaba de que ante los colmillos venenosos de Nagini, tales restricciones no tenían cabida.
Tras un ademán de su amo, la gigantesca serpiente lanzó la cabeza hacia atrás y hendió el aire, clavando en su carne sus afilados colmillos, logrando dar una dentellada en el brazo extendido de Snow. El hombre giró la cabeza, perplejo, desconcertado por las obvias intenciones de la serpiente. Pero…, es que… ¿acaso pretendía envenenarle? Se inclinó hacia adelante, enfuruñado y, a mandíbula batiente, expulsó una prolongada exhalación en la abierta boca de la culebra, que fue a parar directa en la retorcida lengua bífida del reptil.
Nagini retrocedió, confusa. Posó de nuevo sus brillantes anillos en el suelo, sobre el cual comenzó a retorcerse, mortalmente herida. ¡Su veneno no había hecho efecto en el organismo del hombre! Normal, si se tiene en cuenta que los venenos que había derramado anteriormente en su copa de brindis, para evitar que las sospechas sobre la muerte de sus enemigos recayesen sobre él, habían inmunizado su organismo. No, de hecho, el asunto iba más allá de eso. Ahora era Nagini, quien veía perpleja entre estentóreos coletazos, cómo expiraba su vida... y todo por un hálito mortífero de un hombre que ingería venenos. Unos venenos que, al mezclarse, daban pie a uno más letal que el suyo.
Ante la muerte de su reptil camarada, Voldemort se aproximó a su -ahora- ex colega, más exterminador que nunca. Snow le lanzó a la cara la rosa, desesperado por frenar sus pisadas. Por desgracia para él, la que salió mal parada fue la rosa, que se deslizó al suelo, completamente desflorada. Sus pétalos, antes vívidos y frescos, se desmigaron marchitas, dispersándose por el aire, posándose nocivas sobre los distintos rosales del jardín.
El presidente, desesperado, salió corriendo tras los pétalos, haciendo amplios aspavientos con las manos, tratando de frenar el ciclo decadente en el que se había sumergido sus tan amadas rosas. Entre tanto, Voldemort, totalmente tocado, se sentó frente a la Nagini caída, meciéndose de adelante y atrás. Echó la cabeza hacia detrás, riéndose frenéticamente. Pobre. La muerte de su querida Nagini le tenía totalmente destrozado.
Las carcajadas fueron subiendo de volumen, a medida que la hilaridad iba transformándose en llanto. De tener algún pelo en la cabeza, el infeliz se estaría tirando de ellos. Seguro. Snow, desabrido, giró sobre sus talones, fulminando al otro desde sus enquistadas pupilas. No obstante, suspiró, vencido. Después, abrazándose melancólico el cuerpo al tiempo que basculaba su peso de los talones a la punta de los pies, dijo:
—Así que estamos otra vez como el principio: empatados.
Y es que el presidente Snow había dicho algo que por fin no tenía dobles intenciones, y que era tan cierto, como que en ese momento los dos respiraban bajo la sombra de un ciprés alargado, levitado hasta ahí por mandato de varita de Voldemort, en honor a los caídos en los tan adictivos Juegos del Hambre. Y, por supuesto, como gratitud a aquellos desgraciados que, no tan voluntariamente, habían cedido sus vidas para la gestación de sus Horrocruxes. Ambos hombres eran dueños de las sombras que oscurecían su mundo: los dos mentían, torturaban y manipulaban. Los dos eran dictadores tiranizando a toda la gente de su entorno. Los dos iban en caza de unos jóvenes de los que tanto habían abusado, y que ahora que se habían rebelado contra ellos, anhelaban matar a toda costa, sin ningún remordimiento o piedad. Los dos eran personajes a los que, por increíble que parezca, toda su población amaba y odiaba por igual.
gracias!
ResponderEliminar